domingo, 8 de julio de 2012

La muerte de las estrellas

El dolor en el brazo derecho le obligó a abrir los ojos, sintió como si vidrio molido corriera por sus venas en vez de sangre. Comenzó a mover los dedos bajo las sabanas y una vez que la lluvia de agujas cesó sobre su brazo, sintió el dolor mayor. Su estómago contraído y pesado como cargando kilos de hierro, un eructo agrio brotó espontaneo de su boca seca. Sintió una sed terrible y la extraña sensación de haber subido 20 kilos en una noche. No quiso pensar en la noche anterior. Había fallado otra vez y es que necesitaba tomar una decisión certera, el camino sin margen de error. Decidió esperar a que el dolor del brazo desapareciera por completo. Tendido en la cama, mirando el techo en su inmensidad y falsa pureza, desviaba constantemente los recuerdos asesinos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… cien, ciento uno. Y se levantó. Solo entonces aparecieron las náuseas, repentinamente sintió el estómago resolvérsele, como si quisiera escapar de su cuerpo por la garganta. Corrió al baño y sin aguantar para levantar la tapa del escusado, vomitó sobre el lavamanos. Sangre. Vómito rojo y sin consistencia. Ya no le asustaba en lo más mínimo, porque cada vez quedaba menos y la sangre era un signo. Doloroso viaje antes de tiempo, primer trayecto material para aquel caminar eterno y sin asidero ni paredes concretas. Se limpió la boca con la mano, el estómago gruñía feroz y lo golpeaba constantemente. Su rostro en el espejo lucía más demacrado, pero vivo aun. Cuanto lo lamentaba.


Volvió a su habitación y la encontró tal como la recordaba la noche anterior. Otra vez fallé maldita sea. Quizás fueron muy pocas, o estas mierdas no funcionan para lo que las quiero. Abrió la tapa del frasco de pastillas tranquilizantes, pero esta vez solo tomó 2. El vaso con agua aún estaba sobre la mesa de noche, solo que más tibia y con pequeñas burbujas en su interior. El agua rozó su garganta herida y sintió el ardor de la derrota.

No tenía hambre, la había perdido hace mucho. Miró por la ventana, el sol brillaba con sorna sobre la vida de los demás. El sonido del silencio que durante el día lo atormentaba, durante la noche lo acobijaba hasta que sobrevenía el sueño químico. No quiso permanecer un minuto más en aquella casa. Buscó las llaves y salió a caminar. No le importó la ropa sucia ni el pelo enmarañado, simplemente caminó por las calles tan bien conocidas, cómplices permanentes de las lágrimas acalladas. Los rayos del sol le lastimaban los ojos y sentía como si la piel se le fuera a desprender como la esperma de la vela.

Prefería la noche. La mirada siempre en sus pies, como quien por conocer los caminos, no necesita mirar adelante. Se detenía absurdamente frente al semáforo, cuando tocaba la luz verde. Al llegar a la feria se fue adentrando poco a poco en el mundo de las fragancias dispares. Las frutillas maduras y el pescado, las manzanas verdes y la fritanga, las verduras húmedas y el detergente barato. Observaba como un cómplice el rostro tedioso de los niños que caminaban de la mano de anchas mujeres con carros cargando en ellos kilos de fruta, verdura y ropa usada. No me hará mal el último contacto con la gente, ahora que todos me dejaron, son esto desconocidos las compañía diaria. A veces tropiezo intencionalmente con ellos para sentir el contacto de la piel indiferente o la voz dirigida hacía mí. Maldita gente, que también me abandonó. El dolor de estómago y las náuseas lo acompañaron todo el camino.

 - Medio kilo de manzanas, por favor – Dijo luego de tender las monedas al tipo que comenzaba a echarlas en una bolsa para llevarlas a la pesa.
 - Aquí tiene. ¿Algo más?
 - No, gracias.

Salió del gentío y se sentó en la cuneta de una calle vacía. La vista fija unos segundos en las nubes blancas y el cielo celeste tan insensible a su vida la noche anterior. Sacó la primera manzana y la llevó a su boca, el jugo dulce le resbaló como almíbar por la barbillas y aprovechó de curar con su dulzura las llagas internas. La primera manzana fue la de los recuerdos infantiles, días de juegos solitarios en el patio de su casa mientras su madre y su abuela cocinaban y lo cuidaban a través de la ventana. Y cuando él iba a la cocina en busca de algún dulce, le decían que si estaba tan callado era porque alguna maldad estaba haciendo. Y él solo se reía, sacaba un chocolate o un masticable de la bolsa que había sobre el antiguo refrigerador y volvía al patio, a poner las manos en la tierra o a colgarse de algún árbol. Cuidándose siempre de no toparse con algún bicho. Como odiaba esos gusanos que salían con la humedad o los chanchitos de tierra que se hacían bolita y vivían cientos bajo un mismo ladrillo. La segunda manzana fue la adolescencia y fue justamente más desabrida que la anterior. La época que mejor recordaba, el tiempo de las ilusiones, los rechazos, el dolor dulce y momentáneo, las lágrimas más frías, la indiferencia, las amistades como suspiros, las palabras a quemarropa, las mentiras, los vicios estúpidos y la soledad y su reino indestructible. La última manzana, la actual. Y los recuerdos de la noche anterior. Las 10 pastillas ingeridas sin piedad, el sopor repentino y él tendido sobre la cama, la almohada confidente de lágrimas que podrían ser las últimas. Sollozos entrecortados por recuerdos sin piedad. Hagan efecto de una vez, detesto estar tan solo, despertar cada día y darme cuenta que nunca he sido útil, que nunca nadie me ha querido y que yo solo he causado daño. Imaginaba la reacción de los demás al escuchar la noticia fatal. Lamentos y pésames hipócritas, volvían los recuerdos de quien estaba en olvido y hoy renacía en sus mentes solo con la muerte. Si, seguramente a todos les impactará, pero más que nada por la forma. Se mató, nunca lo pensé dirán muchos. Porque nunca nadie piensa que el que está al lado pueda ser un maldito infeliz. ¿Cierto? Por eso les resultaría tan difícil creerlo. Si alguien me hubiese conocido de verdad, lo esperaría y no se sorprendería. Quizás solo de aquel esperaría un llanto sincero.

 Se levantó, con el dulce gusto aun habitando su boca, había logrado hacer desaparecer el gusto amargo y agrío de las pastillas de ayer, el vómito y la sangre. Caminó hasta la botillería, quería una Heineken pero tuvo que conformarse con una Báltica. Qué importaba ahora en todo caso. Se sentó nuevamente, pero ahora en otra cuneta. El sonido de la lata y la espuma emergiendo aún le parecía delicioso. Estaba vez no miró el cielo, sino, el pavimento sucio impregnado de pasos invisibles. El sol le pegaba fuertemente en la cara, dio el primer sorbo. Cuantos sorbos para olvidar la miseria, cuantas verdades solo brotaban en aquellas ocasiones.

 - Oye, amigo ¿Me regalas un cigarro? – Le dijo a un vagabundo que arrastraba un carro de supermercado.
 - Hoy por ti, mañana por mí –Dijo en una sonrisa que evidenciaba su ausencia de dientes y los pocos verdes y podridos.

Qué importa. Hace tanto tiempo que no tenía un cigarro entre los dedos. Había dejado de fumar hace meses, no había sentido necesidad alguna hasta ahora. Un trago largo de cerveza y una calada profunda del cigarro más malo que había probado en su vida. Las palabras de aliento se las llevó el viento, igual que los te quiero. Después de todo era un apoyo, lástima que no supo entender lo mal que estaba. Nadie lo hizo nunca. El ultimo sorbo y apretó la lata con fuerza, reduciéndola en una mano. Extrañamente no quiso seguir fumando y apagó el cigarro en la calle. Extrañaba los abrazos lastimeros y lo besos carcomidos por la culpa y el remordimiento.

Frente a él una joven mujer caminaba con el cuello enhiesto, se quedó observando probablemente el último culo de su vida y extrañó el colegio. Hace algunos años se hubiese levantado rápidamente para seguirla, ahora no. El estómago se volvía pesado y furioso nuevamente, las náuseas se acrecentaron con las manzanas y la cerveza, tras un árbol alejado de la gente, vomitó nuevamente. Más sangre y el pellejo verde de la fruta. La cerveza que apenas se mantuvo dentro le impregnó la boca de ese olor tan familiar.

Caminó de vuelta a su casa, no comió nada, intentó leer pero al rato se aburrió. Levantó el auricular mientras observaba con la mirada empañada la insignificancia de los números en el teléfono.

 - Mamá. Sí, estoy bien. Gracias ¿Y tú cómo estás? Me alegro mucho. Si lo sé. Pero prefiero que vengas mañana en la mañana. Si ya sé que te dije que hoy, pero estoy muy ocupado. Si, mañana no hay problema. Como a las 11 si está bien para ti. Ok. Nos vemos entonces. Chao que estés bien.

Se mantuvo unos segundos sin colgar, hipnotizado por el único ruido monótono en la soledad de la línea. No se pudo seguir conteniendo, la vida se le escapaba antes de tiempo en ríos de lágrimas que con su dolor le desgarraban el rostro. La voz ingenua diciendo adiós. El día pasó como un eterno lamento.

Cayó la noche con su manto de sueño inútil para él. Observó la luna triste por la ventana y el brillo inexistente de las falsas estrellas. Brillaban después de muertas como nadie puede hacerlo. Lágrimas y más lágrimas, esta vez no fallaré. 20 pastillas en la palma de su mano. Un mundo a punto de estallar desde dentro, el mismo vaso de agua y la cama desecha. 5 sorbos de 4 pastillas cada uno. El vaso vacío sobre la mesa. Se metió en la cama apagando la luz de la lámpara de noche. Depárame algo mejor, un sueño… un sueño. Y el sopor repentino le robaba las palabras. Los parpados empezaban a caer y su visión se perdía en la oscuridad indistinguible. En su mente los últimos recuerdos felices antes del sueño incierto.

Edgardo Sandoval

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