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Quizás no tenga una explicación razonable, pero hoy el
café tenía un gusto distinto. No sé si mejor o peor, pero distinto. Pensé
entonces, que cuando uno es capaz de distinguir un cambio en el sabor del café,
es porque definitivamente se ha adaptado demasiado a la rutina. Mi día comienza
a las 6 de la mañana, y es exactamente igual de lunes a viernes. Me quedo unos
segundos sentado en el borde de la cama, oyendo la respiración de mi mujer a mi
lado, despertarse es probablemente, y para todos, la etapa más difícil de la
mañana. Cuando logro ponerme de pie, me espera el consuelo de que podré
despertar realmente luego de la ducha con agua helada y el café. Y así es
realmente, todo parece distinto, antes y después de la ducha helada y el café,
como si antes de aquel ritual todo estuviera cubierto por una espesa bruma.
Luego todo se aclara y comienza el día. Todas las mañanas desayuno solo.
Sentado en la mesa de la cocina sin nada más que hacer que fijar la vista en el
mar oscuro, olas de espuma amarillenta rodeando los límites de aquel mar
domesticado e insignificante. Cuando he terminado, tomo mi mochila, beso a mi
mujer pensando que posiblemente nada dure para siempre y salgo por la puerta a
enfrentarme con la mañana helada. Un cigarrillo que me acompaña hasta el
paradero. Comienza entonces la batalla de los cuerpos. Sobre la micro, no es
mucho lo que se puede hacer. Cuando tengo suerte, puedo ir mirando por la
ventana empañada aquella ciudad gris que recién está despertando, sin embargo,
muchas veces solo debo conformarme con el dolor de pies y el conjunto de
rostros adormecidos con la mirada perdida en la nada. Y ruego por no verme como
ellos, aunque posiblemente lo haga.